22 marzo 2006

El arte de perder

Si el balón está a un metro de la portería y sólo hace falta un leve toque para conseguir el gol, yo me las arreglaré para que salga por encima del larguero. Si lanzo a canasta en el último segundo para dar la victoria a mi equipo, ni tocaré tablero. Si me quedan 100 metros para cruzar la línea de meta en primera posición, sufriré un desfallecimiento… Los perdedores somos así. Le ponemos más ganas que nadie y disfrutamos dejándonos la piel en el intento, perdiendo nuestra escasa dignidad por intentar contribuir al éxito del equipo, pero nada, no hay forma, siempre ocurre algo que manda todo nuestro esfuerzo a la mierda. Y lo peor es que a tu lado, otro, casi sin mover un dedo, estará siendo ya levantado en hombros y felicitado por esa acción gloriosa que el perdedor, pese a currárselo con ahínco, no ha podido llevar a cabo.

En estos días he vuelto a experimentar la sensación amarga de la derrota. Cuando creía haber asumido mi condición de perdedor he vuelto a sentir esa punzada de desazón que me aborda cuando fracaso. Y es que hay cosas a las que uno nunca se acostumbra. Y lo peor es que, a pesar de saber que me iba a ahogar, me lancé a la piscina pensando que iba a ser diferente, pero no, no sólo no ha sido distinto sino que ahora tengo la sensación de haber hecho el ridículo… Ya se lo preguntaba Jorge Martí: “¿Por qué sólo me siento único cuando fracaso?”

Pero el perdedor es un ser cabezota. Y pese a todo seguirá tropezando y tropezando para conseguir su pequeño éxito que nunca llegará ¿o tal vez sí?

Dedicado al Número 14.

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